miércoles, 21 de diciembre de 2016














MAÑANA





   Un lugar al que ir no es más importante que un sitio donde esconderse.
                                                                                                      BENJAMÍN PARDO





       Vivíamos en los confines de la ciudad. En una finca gris y fea con paredes de cartón y patio interior sombrío. Vivíamos a treinta metros de altura. Treinta metros sobre los solares y las vías del tren. Treinta metros sobre los coches y las chabolas, sobre los jardines y los desguaces. No teníamos muebles. No teníamos mesa, ni sillas, ni perchas donde colgar la ropa, ni un sofá donde sentarse a ver la televisión, ni una televisión que ver desde un sofá. Por no tener no teníamos ni cama. Teníamos dos colchones mugrientos, un espejo sucio, dos mantas roídas y un hornillo prestado.
Por las noches el frío se calaba en los huesos y se filtraba en los pensamientos, de modo que juntábamos los colchones y nos entrelazábamos bajo las mantas. Tú siempre encontrabas mi mano y yo siempre llegaba a tu boca. Nos besábamos entre bultos blandos que se movían levemente y mascullaban palabras incomprensibles hasta que nos vencía el sueño.
Después despertar bien entrada la mañana, los músculos ateridos, el cuerpo cansado. Lavarse con agua fría. Lavarse despacio y por turnos. O juntos y a toda prisa. Vestirse con cualquier cosa. Comprobar que no queda comida.
“Pues habrá que bajar a comprar algo”.
 “¿Quién baja?”.
 “¿Quieres que te acompañe?”.
Miradas y risas. No hay que nombrar lo evidente. La calle era distinta por la mañana. Con mente dormida y el estomago vacío, recorríamos los barrios desnudos de la periferia. Bajar no era sólo una obligación. Teníamos que conseguir comida. Pero bajar significaba también ver gente, buscar el sol, hacerse preguntas...
“Mira esa dependienta… ¿Qué crees que hará cuando acabe su turno? ¿Crees que irá su novio a recogerla? Parece una buena chica. ¿Pensará que estamos locos?”.
Bajar significaba perderse por calles bulliciosas cuyos nombres desconocíamos, participar de la vida de la ciudad, contagiarse de la vida de la ciudad, para luego volver a nuestro piso pequeño y sombrío, regresar a nuestras cuatro paredes desiertas, a nuestra habitación vacía e inhóspita, pero nuestra al fin y al cabo.
“¿Lo hacemos aquí? Todos están dormidos.” 
“Espera un poco”.
“Tengo ganas…”
Vivíamos en las afueras de nuestra vida. Cada segundo sería nuestro o no sería de nadie. Algunas noches parecían no terminar nunca. Bebíamos y bailábamos. Andábamos sin prisa por las calles solitarias, cantábamos viejos himnos de guerra y nos besábamos lentamente en los portales. Siempre descubríamos un bar abierto. Siempre quedaba la última barra donde beber la última cerveza. Algunas noches la madrugada huía de la ciudad y nosotros nos tocábamos precipitadamente y cantábamos hermosas canciones mientras relucían las navajas y las botellas.  
“¿Te has enterado de lo del Toño?”
“Date la vuelta. Quiero verte bien”.
“¡Menuda paliza!”.
“¿Hoy qué día es?
Vivíamos entre animales voraces y cazadores furtivos. Y nos volvíamos voraces y furtivos como animales. Vivíamos sobre los desperdicios y los desguaces. Vivíamos entre paredes frágiles y duros deseos. Cada noche sería nuestra o no sería de nadie.
“¿Te vas? ¿Abandonas?”
“No. No estoy triste, sólo un poco cansado.”
“No. No estoy triste…. Estoy demasiado cansado para estar triste”.
Vivíamos en la ciudad maldita. Vivíamos en las calles mortales. No teníamos mesa. No teníamos cama. No teníamos seguro de accidentes ni tarjeta de crédito. No teníamos hipotecas ni mantas para el frío.
“¿Echarte de menos?… Claro que te echaré de menos”.
Vivíamos a treinta metros de altura. Treinta metros sobre los cines y las oficinas. Vivíamos en el filo del olvido. A treinta metros de nuestras sombras.
“Mañana...”.
Vivíamos contra la pared. Con la piel desnuda. Con el corazón al aire.
 “Mañana”.
Eso dije: “Mañana”
Como si no supiera que decir mañana es decir siempre.




("Mañana" es uno de mis primeros cuentos, escrito entre los años 1992-1995. Se basa en una experiencia real, en unos días que viví como una especie de "ocupa" en una ciudad con un río enorme que veíamos desde nuestra habitación. Al principio uno no sabe por qué escribe. Con el tiempo me ha dado cuenta que mi imaginación es caníbal. Tengo que soltarla por la selva para que caze alguna presa de vez en cuando. Si no la suelto, si no la saco de su jaula, se vuelve loca y se devora a sí misma y me devora a mí.)


PD: la foto es de uno de los puentes de Budapest, ahora no recuerdo el nombre, y corresponde más o menos a la época del relato. No tengo muchas fotos de Budapest, y es una pena. Todos los días cruzaba ese puente...




viernes, 9 de diciembre de 2016




Una canción, un poema...





SHINE A LIGHT, THE ROLLING STONES


Olvidemos los divorcios.
Olvidemos las peleas.
Olvidemos el miedo.
El error.
La pena.
Olvidemos los gritos.
Olvidemos los tiros.
Olvidemos los besos, las sobredosis, los autobuses y las autopistas.
Olvidemos las madrugadas vacías.
Olvidemos los vasos a rebosar.
Olvidemos las palabras, los cuchillos, la mirada que atraviesa la piel,
el cuerpo que cae al río, el hielo y su fuego.
Una canción, dame una canción.
Nosotros sabemos donde está la curva.
Nosotros hemos cruzado cien veces ese puente roto.
Una canción, dame una canción.
Una canción que lanzar contra la vida.
Una canción para calentar la casa.

Olvidemos las mentiras.
Olvidemos el amor que se escribe.
Olvidemos las palabras de sílex y metal imperfecto.
Olvidemos que hay un nombre para cada herida que nos tiene atados.
Una canción. Sólo una canción.
Que tus ojos brillen en la noche. Que tu risa salte la hoguera por ti.
Mira a los otros. Todos se muerden y cantan y luego duermen y lloran.
En esta casa sin puertas sólo una canción puede cerrar la vida.
Algún día alguien dirá “yo estuve allí” y no seremos nosotros.
Dame una canción para calentar la cama.
Cuando tus manos y mis manos no bastan…